Entrevista Con Alvarito López "La Tapa Pa’ La Cajeta"

Bajo la premisa “Diomedes Díaz bajo los ojos de su acordeonista” se hizo esta entrevista el 9 de enero en la ciudad de Valledupar. ¿Cómo conociste a Diomedes?

Bajo la premisa “Diomedes Díaz bajo los ojos de su acordeonista” se hizo esta entrevista el 9 de enero en la ciudad de Valledupar.

¿Cómo conociste a Diomedes?

En 1974, cuando yo tenía 10 años. Él iba mucho a mi casa porque ayudaba a cuadrar los parlantes y los acordeones a mi papá, que ya había sido Rey Vallenato y tenía un conjunto con Fredy Peralta. Cuando lo conocí, yo todavía usaba pantalones cortos y ni siquiera sabía tocar acordeón.

¿Para entonces él ya cantaba con tu tío, el Debe López?

No, en ese entonces no lo conocía nadie.

¿Cómo era él?

Un muchacho muy humilde pero con muchos bríos, muy ambicioso. Le gustaba mucho la música y buscó a mi papá, Miguel López, para que lo ayudara. Recuerdo que, en las presentaciones, cuando veía que Fredy Peralta cantaba la última tanda, corría a pedirle a mi papá que lo dejara cantar un “mochito”. Así se fue metiendo. En las parrandas buscaba a mi papá y hacía lo mismo. A la gente le caía muy bien. A raíz de eso contrataron mucho a mi papá para que él cantara. Les pagaban con ganado, que recogían y traían para la finca de mi abuelo los fines de semana.

¿A qué edad comenzaste a tocar acordeón?

Ya viejo, entre los once y doce años. Y digo “viejo” porque en la dinastía de los López lo normal es comenzar en la niñez. A mi mamá no le gustaba que yo tocara, así que lo hacía en el baño o debajo de la cama. A escondidas de mis padres, concursé para la categoría de aficionados en 1976. Gané, llegué a la casa con el trofeo y lo que hicieron fue regañarme. Mi mamá me dijo que con qué permiso había hecho eso. Al darse cuenta de que me gustaba la música, mi papá en cambio empezó a apoyarme de a poquitos. Pasó el tiempo y luego me presenté en el Cuna de Acordeones y allá también gané. Luego concursé en Barrancabermeja, siendo jurado Alejo Durán, y otra vez gané. Ya luego me quedé quieto un tiempo.

¿Tocabas solo en parrandas, con los amigos?

Sí, me cantaba el hermano de Miguel Mora, el Flecha, un pela’o de La Paz con quien compartimos mucho. En 1980 ya se comentaba que había un hijo de Miguel López que tocaba bien y había ganado tres premios. En abril se me presentó a la casa Diomedes –que andaba en ese tiempo con Colacho Mendoza y era una figura nacional, con varios elepés grabados– y me invitó a que lo acompañara a una gira por Caracas, pues Colacho le tenía miedo a los aviones.

De regreso de Venezuela le dijo a la disquera: “Mañana les voy a presentar a mi nuevo acordeonero”. Yo no me lo creía, no cabía en mi cuerpo ni hallaba qué pensar. ¿Será que esto es verdad?, me preguntaba en silencio. En el avión de regreso a Valledupar me compuso una canción, que nunca grabó. Se llama El alumno: “Hoy traigo cuatro versos diferentes / pa’ dedicarse todos al folclor/ porque el alumno superó al maestro”. El maestro era Colacho.

¿Se le facilitaba mucho componer?

Lo hacía de un momento a otro porque musicalizaba sus vivencias y les metía profundidad y sentimiento.

¿Qué pasó al llegar a Valledupar?

Nos encontramos en el aeropuerto con los empresarios de Matecaña que lo habían contratado. Me presentó como su nuevo acordeonero. Ellos alegaron que tenía que cantar con Colacho. Diomedes dijo: “A mí nadie me impone nada. Si él no toca, yo no canto”. Esa noche le hizo una comida la familia Pavajeau y al día siguiente amaneció convencido de que debía seguir al lado de Colacho. Al ver eso, me hice a un lado, bajé la cabeza y pensé para mis adentros: “Si ha de llegar, ya llegará el momento”.

¿Qué le gustaba tanto a Diomedes de tu toque?

La armonía musical, el acople. Era fanático mío. En 1986 me uní con Jorge Oñate y grabamos diez discos. Cuando nos separamos, en el 97, pensé que el mundo se me iba a acabar. Lloraba todos los días, porque hoy lo que prevalece es el cantante. Pero, cuando uno es humilde y tiene los pies sobre la tierra, Dios no olvida a sus hijos, así que me pegué a Él… Y apareció Rafael Santos, con quien grabé El turpial, que fue un éxito: nos ganamos el Congo de Oro y disco doble de platino. Luego hicimos tres CD. Paré entre el 2002 y el 2007, cuando reapareció Diomedes, que me había coqueteado varias veces mientras yo andaba con Oñate y solía decir en público “Algún día voy a grabar con ese muchacho”. Yo también quería, pero sabía que todo llega en su momento. Finalmente, con Diomedes nos unimos el 20 de enero de 2006. Estuvimos juntos casi 8 años. Teníamos un compromiso de cinco CD, pero solo hicimos tres.

Diomedes ya había padecido el Guillain-Barré y el problema de la columna. ¿Cómo fue la experiencia de tocar para una persona enferma?

Buena pregunta porque no imaginas la dificultad, pero no por sus males sino por su estilo. Yo venía acoplado a Oñate, que tiene otra forma de cantar. Con Diomedes me tocaba sacar fuerza y entendimiento, pero él veía mi capacidad y mis ganas de estar a su lado.

¿Por qué?, ¿qué hacía tan difícil trabajar a su lado?

Había que tenerle mucha paciencia porque era hiperactivo en la tarima y para mí era un doble trabajo, pues no solo tenía que concentrarme en mi acordeón sino, al tiempo, mirarlo a él porque comenzaba a cantar y paraba en seco y se arrodillaba; o estaba en la mitad de una canción y se le daba por versear.
A todo eso me acoplé: al comportamiento, Había que tener mucha fortaleza para eso. Dios me la dio. Fue así como grabamos el primer CD, Listo para la foto, con el que nos fue muy bien y ganamos el Grammy. Él decía: “A mí me ha ido muy bien con usted, así que yo no tengo cuándo separarme de usted. Cuidado me va a dejar solo”.

En cuanto a su carácter y a su manera de cantar, ¿Diomedes era igual en los estudios de grabación que en la tarima?

No, él sacaba fuerzas y era un tipo muy creativo en la tarima. A veces me decía “Vamos a cantar tales discos”, pero llegaba a la presentación y en medio del toque me pedía otros y me volteaba la arepa. Era como si me probara para ver si estaba pendiente de la música. Yo le correspondía en todo. En los estudios era decisivo, muy brioso. Me pedía “Hágame este pase” o me decía “Aquel pase no me gusta”. Siempre me aconsejaba “Cuando toque el acordeón hágalo de corazón, no lo haga pensando en plata ni mucho menos, que cuando uno hace las cosas de corazón Dios le manda a uno la plata de ñapa”.

Quienes lo conocieron dicen que era muy generoso.

La plata le gustaba compartirla con la gente de abajo: el policía, el barrendero. Cuando llegaba a Valledupar, repartía uno o dos millones a los que recogen las maletas en el aeropuerto. Además de ser mi compañero y mi cantante era mi amigo y hasta un papá para mis hijos. Cuando íbamos en un avión me decía “Compadre, siéntese a mi lado”. Le exigía a los empresarios que si él viajaba en clase ejecutiva yo también debía hacerlo, que si a él lo hospedaban en tal hotel, a mí tenían que darme una habitación igual que la suya. Todo eso me dio mucho valor y autoestima. Él sabía que yo venía de una dinastía importante para la música vallenata y conocía bien nuestra idiosincrasia, sencillez y humildad.

Él siempre estuvo con los López: inició con el Debe y murió a tu lado.

Si, él siempre estuvo pegado a los López, por eso estuve de acuerdo con que el Festival lo incluyera en el homenaje de este año, pues –sin ser López– siempre fue de nuestra familia.

¿Cuál fue la mayor enseñanza que te dejó?

Que uno no debe bajar la mirada ante nadie, en especial a ningún otro músico, y estar seguro de lo que uno hace. Decía: “Para mí, Villazón, Oñate y toda esa gente son amigos fuera de la tarima. En la tarima yo no los conozco”. No le tenía miedo a nada, fue siempre un tipo echao pa’ lante. A pesar de tantos momentos difíciles que tuvo con sus enfermedades, siempre demostró gran seguridad en sí mismo y eso le daba seguridad a uno. Otro consejo que me repetía era “No hay que bajar la guardia en ningún momento porque si lo haces la vida es capaz de devorarte”.

Una seguridad que él fue ganando poco a poco.

Si, él fue ganando terreno y cada vez se sabía más seguro. Solo hay una cosa: no le gustaba que los acordeones fueran de colores. Decía que el rojo era el acordeón natural y que el blanco o el verde o el azul eran de madera mala y no tocaban bien porque eran chimbos. Yo tengo 15 y todos son rojos. Una vez me regalaron uno azul y lo iba a sacar en la carátula de Listos para la foto y él me dijo: “Compadre, cambie ese acordeón o si no yo no salgo en la foto”.

Le tenía como fucú.

Sí, y yo no podía contradecirlo. Tenía que saber llevarle las cosas.

¿Qué opinaba de los nuevos músicos?

No le gustaban. Últimamente también le molestaban mucho las canciones que le ofrecían. Cuando carecían de melodía se ponía de mal genio. Y las que eran largotas, como un periódico, tampoco eran de su agrado.

¿Algún cantante en particular no le gustaba?

Prefiero no mencionar nombres.

Y lo contrario, ¿cuál le gustaba?

Decía que los que tenían mayor proyección eran Silvestre, Peter y Martín.

Háblame de su carisma, ¿cómo lo manejaba?

Era muy violento en eso, lo llevaba en la sangre. Decía que no podía salir nunca de la casa porque lo tocaban tanto que lo ponían como a un aguacate. A veces la gente lo jalaba para un lado o para otro y les decía “Ve, yo no soy un palo de yuca” porque, como tú sabes, al palo de yuca hay que menearlo para sacarlo.

A pesar de que la gente lo adoraba, era un tipo muy solo.

Es cierto: le encantaba aislarse, pero al mismo tiempo le tenía miedo a la soledad. En España, por ejemplo, a veces me llamaba a las 5 de la mañana para que me fuera para su cuarto a echarle cuentos. Era aislado en cuanto a que era una persona de pocas personas a su lado y, para sacarlo, había que ganárselo. En esa gira por España fuimos a centros comerciales y yo lo llevaba siempre en silla de ruedas porque eran muy grandes y se cansaba caminando.

Un día me dijo que estaba hastiado de tanto arroz chino y quería ir a un restaurante colombiano. Fuimos a uno que se llama La vaca argentina. Le ofrecieron queso de cabra y él dijo “Hombre, si eso era lo que yo andaba buscando”. Cuando lo probó dijo: “Este queso no se parece al que hacemos en la finca. Huele a puro miao de chivo”.

En ese viaje compartimos mucho; me hablaba de mi papá con frecuencia. Un día se despertó llorando preguntando por mis abuelos, Pablo y Agustina Gutiérrez. Era muy sentimental. Me decía “Dios me lo mandó a usted”, y yo le decía lo mismo, entonces me contestaba “Ah, entonces somos la tapa pa’ la cajeta”.

También era de su ley.

¿Que sí qué? Una vez estábamos en Medellín en Palmahía, una discoteca grande. Hicimos la presentación y, al terminar, la gente quedó picada. Allí estaba el Tino Asprilla y le dijo “Toque otra tanda que yo se la pago” y Diomedes le contestó: “Ni tengo ni necesito, el que es este se va para su hotel a dormir”.

¿Qué fue lo que pasó en el último concierto, el viernes antes de su muerte?, pues algunos afirman que le dio un preinfarto.

Eso no es cierto. Él me dijo: “Compadre, estoy enamorado y Dios nos mandó un CD que nos va a sacar de la peluda”. Estaba tan contento que le pregunté “¿Con qué disco quiere que arranquemos?” y dijo “Con La plata”. Le pregunté “¿Y ese cómo dice?” y contestó “No me acuerdo”. Es que estaba feliz, feliz, riendo todo el tiempo. “Me dijo entonces: “Salga con el disco que hay que salir, La vida del artista”. Y así fue.

De ese disco quedan cuatro canciones grabadas en estudio que no fueron impresas. Una es Se acabó con los Buendía, de Alejo Durán; otra, de su autoría, se llama El perro y dice “El perro/ es un animal tan querido, tan noble/ que merece respeto”. La tercera es de Calixto Ochoa, esa que dice “Quisiera hacer un poema de las miradas correctas”, y un mosaico, también de Calixto, que se llama El profesor. Además, quedó por fuera una estrofa de un disco de Juancho Polo.

¿Cuál es el último recuerdo que tienes de él?

Eran las dos de la mañana y él me abrazó y me dijo: “Repítame ese pase de bajo que se parece a su papá”. Luego me tocó la cara y, mamando gallo, me dijo: “Usted hoy sí está bonito, vea que el hombre que se echa polvo en la cara se vuelve marica”. Le mostré un afiche que yo había mandado a hacer y vio el logotipo de Olímpica abajo y bromeó “¿Cuánto le dio Olímpica por hacer esto?”. Fue lo último que hablamos.

¿Cómo te enteraste de su muerte?

Llegando a La Paz luego de una invitación que me tenía el director de Olímpica. Eran las 6:05 de la tarde y me estaba bajando del carro. Los vecinos llegaron con la noticia de que se había muerto y yo dije “Eso es pura publicidad”. Como el chisme seguía, prendí el televisor. A las 6:30 vi un extra en RCN y de una me trasladé a Valledupar.

¿Qué sentiste en ese momento?

No, no, no… Todavía en el camino no lo creía. Venía mudo, con mi mujer y mis dos hijos. Cuando estaba cruzando el Salguero, Olímpica confirmó la noticia y tuve que parar el carro porque me enganché a llorar. En ese momento se me cayó el mundo encima. Mi hijo tuvo que pasarse adelante y tomar el timón porque yo no podía seguir manejando por la lloradera. Fuimos directo a la casa de él, pero ya se lo habían llevado a la clínica y no hubo manera de entrar por la cantidad de gente que se agolpaba en varias cuadras a la redonda.

¿Esperabas toda esta romería de fanáticos acompañando el sepelio y luego la cantidad de gente visitando su tumba?

¡Jamás! Es que nunca pensé que él pudiera morirse. A veces me quedo pensando “¿Cuándo volveremos a tener a uno tan grande como él?”. Sé que la vida sigue, pero prefiero no pensar en nada por ahora.

Veo que se te va la mirada y se te encharcan los ojos.

Lo que pasa es que, desde que murió, en la medida en que pasan los días uno cree que el dolor va a bajar, pero qué va: se da cuenta de lo contrario. Por eso todos estos días, a la una, dos, tres de la mañana me despierto y me acuerdo de él y me engancho a llorar solo.

¿Qué viene ahora para ti?

Dios sabrá. Lo que Él disponga yo lo recibo con humildad.

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Entrevista Con Alvarito López "La Tapa Pa’ La Cajeta"
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