“El ‘Cacique de la Junta’ encarnaba, como pocos fenómenos de nuestra historia, los valores y los antivalores de la sociedad colombiana”.
Si la Guerra Fría continuara, si la universidad siguiese jugando el mismo papel para el país, si lo dicho por un estudiante continuase considerándose subversivo y digno de atención… el primer semestre académico del 2015 hubiese pasado a la Historia Intelectual de Colombia. Un grupo de cuatro compañeros, con el único común denominador de ser de Provincia, y a propósito de una telenovela de uno de los dos canales políticos privados con más audiencia del país, emprendimos una férrea defensa argumentativa y pasional de Diomedes Díaz. Entre panes y gaseosas, entre cigarros y guaro, entre chelas y vodka, en los pasillos y en los andenes, en las aulas y frente a la estatua del Libertador, junto a indigentes y frente a profesores, asumimos la quijotesca empresa.
Una vez un profesor me dijo que nada resultaba más peligroso para la izquierda doctrinaria que la crítica hecha desde el interior de la izquierda doctrinaria. Por eso quizás nuestra defensa del Cacique hubiese pasado a la historia en tiempos bipolares. Desde la escuela más “social” de la única facultad de humanidades de una de las más importantes universidades públicas de Colombia, parcera, además, de la segunda guerrilla más importante del país, no se esperaría más que críticas a ese
Era irónico. Para escuchar los comentarios más críticos a la adicción del Cacique había que adentrarse en los pasillos de la universidad pública donde la niebla de la hierba era más espesa. Allí también, entre ojos rojos y murales “subversivos”, se podía escuchar a ellas criticar al cantor campesino por machista y mujeriego. Aquellas mismas le ponían a su entrepierna el débil cerrojo del feminismo; legitimaban en la noche con un discurso de libertad sexual aquello que de día criticaban bajo la muletilla de “opresión heteropatriarcal”.
Así que tras dos años en la universidad, al calor de la novela, y cuando las críticas se hacían más intensas, nos atrevimos a defender al tipo. Era lo mínimo que podíamos hacer. Teníamos contraída una deuda con él análoga a la de Eduardo Sacheri con D10S. Le debíamos habernos recordado en medio de la ficción ciudadana que no comíamos caviar sino sancocho, que no atravesábamos amor líquido sino que nos despechábamos, que no tomábamos Smirnoff sino ron, que en Macondo se escuchaba a Francisco el Hombre –primero– y a Rafael Escalona –después– y no a Héroes del Silencio, que Colombia era católica y no atea, que éramos el país del Magdalena y no del Támesis. Solo si reconocíamos esa realidad, algún día podríamos apostar por un cambio allí donde fuese necesario, y decidir afirmarnos en la tradición allí donde hubiese identidad cultural. Primero tímidamente, y poco a poco, de manera más sólida y decidida, y conforme comprobábamos el carácter endeble de los argumentos en su contra, construimos un frente de defensa para con el papá de Rafael Santos, Diomedes de Jesús, y el gran Martín Elías. Un frente que esperábamos fuese bien acogido por la fanaticada, y que significase un golpe a la Academia. Al fin y al cabo bastaba aplicar las mismas fórmulas de la izquierda doctrinaria.
La tesis era simple: Diomedes Díaz encarnaba, como pocos fenómenos de nuestra Historia, los valores y los anti-valores de la sociedad colombiana. Ignorarlo y presuponer que no aportaba más que vergüenza era continuar escupiendo al espejo, como diría Galeano. Era continuar en un tiempo macondiando que pareciese dar vueltas en redondo, era condenarnos a los Cien años de Soledad que se suponía querían evitar aquellos que lo desechaban como escoria. El espejo debía ser limpiado, no escupido. Debíamos aprender incluso a sentirnos orgullosos de ese marco de madera sobre el que estaba, de ese marco tan latino y tan poco europeo. No era cuestión siquiera de dejar los valores y limpiar los anti-valores, porque en esta nuestra híbrida realidad muchas veces el mal de ellos era nuestro bien. A veces meter un gol con la mano no era un acto de juego sucio, sino de rebeldía.
Abrazó a la Virgen del Carmen como último recurso metafísico de la misma forma que Zaratustra haría con el Eterno Retorno. Donde todos vieron a un borracho diciendo incoherencias en un épico “No sé Ernesto”, nosotros vimos a un Übermensch criollo poniendo en duda lo que para un colombiano promedio era verdad naturalizada. Con la virgen al cuello vaciló sobre la existencia de vida más allá de la muerte. Y como vivía para servir, afirmó a estar dispuesto a sacrificarse si esto resultase más útil. “Si yo supiera que muerto serviría más que vivo yo me moriría hoy”, dijo. Al fin y al cabo, este indio fue el mismo profeta que afirmó que “ese no vuelve”, en referencia a quienes aún esperaban la segunda venida de Jesús.
Quienes celebraron su muerte, creyeron ver en la muerte del mensajero la muerte del mensaje. De igual modo que le cerraron a este sus oídos quienes no escucharon su música. Diomedes fue eso, un mensajero. Era uno de esos hombres que nace en los pueblos una vez cada cien años para encarnar su realidad. Si se quiere, también era un espejo. Quienes se alegraron con su muerte y celebraron el quebrarse de los cristales pensaron que con la partida de aquel feo reflejo partía también lo feo de su realidad. Craso error! Colombia sigue herida y desangrándose, pero ahora con un espejo menos sobre el qué mirarse.
Por: Nando Gelvez de las2orillas.com