Diomedes Díaz, un sujeto con un talento para el arte musical y por lo tanto dotado de una sensibilidad innegable.
Existe una discusión ética —bastante antiquísima— entre los que consideran que lo más importante en un artista debe ser su postura pulcra ante el mundo, y aquellos que profesan que lo que finalmente importa en un artista es la obra que logra consolidar. Esta dicotomía, no será resuelta en este pequeño texto; pero será el punto de partida para poner en contexto a un artista que bien puede servir para “analizar” estas dos posturas: Diomedes Díaz Maestre.
En mi opinión, el mejor texto escrito hasta ahora sobre la obra de este artista nacido en Carrizal es el que escribió el periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos. En “La eterna parranda” Salcedo pone de relieve la vida inicial y la obra del Cacique de la Junta y su lento pero firme ascenso, hasta convertirse en uno de los artistas populares más importantes de Latinoamérica. Nos muestra al niño que creció en medio de las necesidades, pero que tuvo claro que la música podría ser un buen recurso para mejorar su condición de vida. Salcedo nos deja ver ese lado “bueno” de Diomedes: el niño, el hijo, el enamorado, el compositor; nos presenta al artista en su esencia; el afamado, el querido y el aclamado por una generación que creció constatando cómo un género musical, rechazado al principio, logró una renovación gracias a la interpretación de un muchacho que desde siempre se rodeó de los mejores acordeoneros (grabó con varios reyes vallenatos).
Pero más allá de esas verdades, algunas ciertas y otras no tanto, hay que decir, con Salcedo, que detrás de Diomedes Díaz existió un sujeto con un talento para el arte musical y por lo tanto dotado de una sensibilidad innegable. No se trata de condonarlo o condenarlo, se trata de reconocer en él un lado demasiado humano —como decía un filósofo atormentado— que lo llevó en ocasiones a soportar la lástima de los amantes del vallenato; un hombre con un carácter distorsionado por la fama y por el poder del reconocimiento (des)comunal.
Ese lado humano y artístico se evidencia en sus composiciones musicales y en la enorme capacidad que tenía para el repentismo. Temas como Tres canciones, El alma de un acordeón, 9 de abril, Tu serenata, Bonita, Te quiero mucho, Mi muchacho, Mis mejores días, Mi primera cana, Mi fanaticada, Un canto celestial, Volver a vivir, y muchas más, muestran ese lado que no puede sepultarse con la imagen postrera de un artista que algunos presentan como un monstruo. Detenerse a analizar la letra de algunas de esas canciones permite verificar el amor que este artista vallenato sentía por su madre, su padre, sus hijos, su grande fanaticada, sus mujeres, Dios, sus amigos vivos y muertos, sus maestros, a quienes dedicó varias de sus canciones. Algunas canciones (y entrevistas) permiten, incluso, ver a un hombre que reflexiona a su manera sobre los complejos dilemas filosóficos de siempre.
Así pues, la discusión ética de si a un artista se debe valorar por lo que es o lo que hace es de nunca acabar. Algunos dirán que lo ideal es que la sociedad produzca artistas honorables que sirvan de ejemplo a las generaciones futuras; otros pensarán que la sociedad los produce y por lo tanto tiene que soportarlo, y que al final de cuenta en el arte se valora más lo estético que lo moral. Lo cierto es que el arte (y la música en él) prescinde de las percepciones moralistas y busca más bien instalarse en la memoria de un “consumidor” que debe estar en la capacidad de valorar lo realmente artístico.
Enviado por: Panorama Cultural
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